En mi corta carrera en el amor, me he dado cuenta de que hay
dos formas de amar.
Una primera forma, la más utilizada y la más engañosa de
ellas, es la de rellenar un hueco. Creo que todos tenemos una especie de hueco,
un hueco que hemos ido formando a lo largo del tiempo y de nuestros fracasos
amorosos. Ese hueco está lleno de grietas, imperfecciones y recovecos. Pues bien, un buen día llega
alguien que rellena ese hueco, alguien que cumple con todas tus expectativas,
alguien que se adapta a esos recovecos tuyos, y permanece en ellos plácidamente
hasta que decidas arrancarlo. Eso sí, siempre duele desprenderse de alguien que
has amado, pero has de hacerlo porque llega
el momento en el que te sientes lleno pero no satisfecho.
La otra forma de amar, a la que yo prefiero aferrarme, es la
del amor invasor. Llega cuando menos
te lo esperas, te ataca y te irrumpe sin pedir permiso. Es alguien que no
respeta tus expectativas, alguien que se mete en un tu pecho y hace que sean
tus expectativas las que se creen a partir de él. Se crea alrededor de ese
alguien su propio espacio en tu corazón, y el juego se invierte: de repente es él el que te enseña lo que
quieres y no al contrario. A partir de ese momento no esperas nada, simplemente
dejas que te invada, que sea él que te
enseñe a amar y no a cumplir con estúpidos requisitos.
Es amar de verdad, a
quien te enseña a amar y no a que le ames.